lunes, 29 de agosto de 2016

Trampolín (extracto de .9 (puntonueve), novela en eterno proceso). Los sueños no tienen forma humana. Las personas en los sueños no tienen forma humana. Cuando sueño, temo por mi vida. Llevo cuatro semanas empinándome un tarro de café diario, yo solo. He llegado a jalar aspirina. He llegado a atarme los zapatos y caer de hocico al piso. Dejé de hacer caso a los consejos de desconocidos. No dormir sólo está provocando que vea todo dos veces, al unísono. No son dos imágenes superpuestas. Todo tiene una sombra, incluso en la ausencia de luz. No hay que adivinarlo. Por supuesto, no me tomo todos los medicamentos porque, de lo contrario, y como diría una gran cantidad de gente, no podríamos seguir viendo el mundo como lo vemos. Con Rodrigo aprendimos pequeñas cosas respecto a cómo somos vistos por el resto: seres enajenados encerrados por el bien de la propia empresa humana. Silvestres domesticados a base de combinaciones atómicas patentadas por empresas canadienses y koreanas. Silencios en partituras escritas por mimos febriles. Somos más que eso: somos prototipos de lo que les espera, lo que temen, lo que sueñan y lo que les hace mearse de impotencia. Somos nubes de tempestad en sus terrenos infértiles, sol descascarándose en sus desiertos extensos, somos nieve en sus rojas noches de sacrificios de tradiciones ordenadas en calendarios que no entienden, somos frío puntiagudo en sus pies descalzos. Lo primero que él nos enseñó fue a vivir con la convicción de que teníamos que darnos a conocer, de abrazar nuestra situación como si fuera imposiblemente común. Así que volvimos todos al principio, y el principio fue el hombre, ESE hombre, luego vino el verbo, garabateado en tablones apolillados de minas de oro en el Aconcagua. ¿No es acaso así? Antes de que empezáramos a desgarrarnos los brazos con estas zarzamoras de mentiras, estaba el ente. Este ser, antes de comunicarse con la palabra, nos enviaba pistas en las revistas Zig-zag que leían nuestros padres, o que no leían, sino que nos compraban para que leyéramos. el negocio era aceptar nuestro destino de temporeros, de sirvientes, porque así podíamos al menos seguir viviendo. cuando me perdí, estuvo miles de años extraviado en mi cabeza, comunicándose con gestos, gruñidos, movimientos glandulares, espasmos sinápticos, fuego, llamas, alpacas, hombros, mofletes, más o menos como juegan hoy los animales caseros, más o menos como podríamos haber pensado que terminaríamos todos aquí dentro. Estábamos encerrados, con todo el cielo abierto riéndose de nosotros. el helipuerto olía a pasto quemado y a naftalina. Los temporeros de la uva desenterraban nuestros cadáveres a veces, nos ponían cigarrillos encendidos en los labios sin carne, nos ponían en cuadros plásticos complejos, y se reían. A las revistas, les decíamos que éramos aborígenes, que ahí había un cementerio indígena, que las característicasd del suelo habían conservado nuestros cuerpos de esa manera, que las camisas de cuadrillé habían aparecido después. Despertábamos adoloridos, golpeados por culatas y cachas familiares, ensordecidos por los motores de vehículos militares. Los gestos y los gruñidos dieron origen a la palabra, pero desconocemos de donde demonios provino nuestra capacidad de odiar. Esa capacidad fue la que nos sacó del círculo. Los gruñidos son hoy el lenguaje del odio, por eso piensan que somos peligrosos, porque de esta forma nos comunicamos, y no podemos hacer otra cosa aparte de rogar que algún día se den cuenta de su estúpido error. Cuando cierran los ojos, creen escuchar nombres, rangos y cargos, y los anotan en libretas de hojas amarillas que luego venden en subcomisarías de pueblos malagradecidos. Rodrigo olvidaba constantemente las instrucciones, al punto de inventar propias, que curiosamente nunca dejó de recitar. nos hizo recorrer de noche el cerro La Campana, donde pasaba de vez en cuando un ángel de cara desorientada creyendo encontrar discípulos y donde sólo hay gaviotas muertas. Utilizamos las manos mientras hablamos, y se ríen de nosotros, por eso, tal vez, gruñimos. Nos amarran los pies y los ojos, los brazos y los dientes... ya no nos quedan excusas para salir a comprar o a jugar a ser humanos respetables. Tenían nombres, pero los olvidamos. Puedes escucharlos si cierras los ojos y con las manos tapas y destapas rápidamente tus oídos. Para comer, para dormir, hacemos gestos estúpidos, como levantar las cejas, levantar los hombros, levantar las sábanas y fingir que nos desvanecemos bajo el catre, aplaudir cuando suena el reloj marcando alguna hora huérfana, maniatarnos por gracia, como sólo sabemos hacer nosotros, dormir y despertar en la mañana con una jeringa colgando del pulgar. La postura que adoptamos cuando se nos da la gana adoptar algo. Las ideas que se nos vienen a la mente y que también se nos van, y que se burlan, fraguan, flotan sin excusa ni temor... En fin, nos morimos, cada día, y somos felices porque no nos damos cuenta. Somos incontrolables, peligrosos, cancerígenos. Allá afuera, en la tierra desde donde venimos, el tiempo en el cual crecimos, no nos espera ni nos extraña. Nuestras familias se rindieron. Algunos recibieron pensiones de compensación, otros quedaron en una fila que los terminó matando. La bandera que flamea (en llamas ácidas) junto a los pabellones sigue siendo la misma que nos vio tratando de entenderlo todo. Lo último por venir es ésto, el no comunicarse, el negar la conexión con el exterior, compartiendo nuestro ser desde la proyección de lo interno en una red de conciencias. Podemos llamarle sueño, alucinación, pesadilla... pero golpea, y golpea fuerte. Si real es aquello que podemos experimentar con los sentidos, cagamos. Si encontramos una respuesta entre tanto dolor, no va a ser una respuesta que nos agrade. Detrás de una boleta sin más explicación que un monto, aparece un número. Lo memorizamos. Tenemos una sola cabeza funcionando, y es de ambos. Lo anotamos en manos grasientas, y para asegurarnos de que no se nos vaya a olvidar, lo bordamos en la ropa con hilo de volantín. Rodrigo se rebana el dedo más chico. Se pregunta porqué las cosas que menos importan son las que más duelen. Le digo que acá todo duele igual, que al final del túnel, no el retórico, no el metafórico, está el futuro, no el retórico, no el metafórico. Si en el cerro somos esencias machacadas, al otro lado de esta garganta de piedras afiladas está una vida con un dolor distinto, que tiene que ver con la nostalgia de lo que no existió, de lo que nos perdimos. siguen existiendo las mismas máquinas, en el segundo edificio. Sigue cerrada la puerta que da a la fosa común bajo el jardín. Se oye una respuesta a lo lejos, gritada bajo una cubierta de alcantarilla. Lleva una botella de aceite mineral en el bolsillo del chaquetón, el que usan para robar en el supermercado. No se nota. Pasa inadvertido. Cuando llueve. Le pregunta a Manuel desde cuándo dejó de haber tejones acá en esta calle.

sábado, 30 de abril de 2016

Medio monstruo (15 octubre, 2010, intervenido el 30 de abril, 2016) Un individuo, trabajo mediocre de oficina – asistente de sucursal, idas al banco, pagos de cuentas, cafés, sonrisitas de celofán – decide independizarse y vender libros piratas. Se arma una pequeña editorial en la casa, a punta de inyección continua, impresoras con popurrís de partes viejas de marcas y estados disímiles, que logra ensamblar con amor frnkensteiniano en el cuarto de su hermano muerto. Mantiene su pega, principalmente para robar papel en la oficina (recicla a veces, papeles con documentos importantes: oficios, circulares, correos electrónicos de amantes y acuerdos bajo la mesa; borra a veces con corrector nombres, teléfonos o direcciones que podrían meterlo en problemas). Su paciente trabajo es imprimir por bloques, tiradas de cincuenta ejemplares, lograr que cada hoja tenga por ambos lados dos páginas, lo que permite que sea más cómodo guillotinar los ejemplares y coserlos. Las carátulas las hace a mano. Las corta, pega, dibuja y todo. Arma libros que le gustan. A veces mezcla dos novelas cortas en la misma edición. Hace portadas distintas para cada una, a veces invirtiendo el orden de las páginas, como los mangas japoneses. Ha mezclado Carver con Leavitt, Juan Emar con Lihn. Una vez hizo una versión en prosa de el Eternauta, poniendo su nombre en la portada, cosa que nadie siquiera notó. Lo hizo sentir importante y a la vez miserable. La vida se le reduce (o se agranda) a esto, después de terminar con su esposa, por ser un desgraciado. Ella le cincelaba en la cabeza constantemente el hecho de que hubiera cambiado tanto, desde que se conocieron, hacía veinte años. Lo vio caer en cámara lenta, hacia la tristeza, sin poder extender la mano, sin un charchazo revelador, sólo siendo una espectadora. Ahora, soltero, vuelve a lo mismo, la inseguridad, la vergüenza, cosas que pensó había dejado hace años en un saludo de mano con el personal de turno. Él siente que la mitad de lo que ella dice es cierto. Todos cambian. Ella también cambió, y para mal. Ese era el problema. Lo que ella exigía, se hacía, era parte del cortejo, de la caravana, pero cuando ya eran pareja de años, el seguía tropezando consigo mismo, y no pueden ocurrir las mismas cosas en todas las vueltas del carrusel. Y cedió. Buscó por ella un trabajo de mierda. Lo consiguió, y el trabajo lo consiguió a él. Por supuesto, la gente cambia todo el tiempo. Nada que decir al respecto. La gente cambia. La gente cambia. Para bien o para mal, la gente cambia. Alguien, de alguna editorial, encuentra sus libros en la calle, y le atraen mucho las portadas. Tampoco nota el cambio de nombre en el eternauta, sólo desencaja la mandíbula ante la escafandra en tres dimensiones, hecha de tetrapack. En dos meses, roba papel en una oficina distinta, y sus diseños de portadas empiezan a aparecer en librerías que, como él, importan sólo a un puñado, pero en realidad están muertas.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Me siento mal mintiendo. pero esa es mi pega. Nada que hacer ni que pensar. Tengo los días libres y en las noches no duermo. Acá, el tipo de Taxi driver no se atrevería a conducir un remis. Los taxis son territorio de la gente que estuvo en la gloria y fracasó, pero sigue creyendo. Hay otras formas de ganarse la vida en esta ciudad con bares que te esconden hasta la hora del gallo. Este trabajo es lo más ajeno que he tenido, y en el cual me he sentido menos identificado a mi empleador. Probablemente sería más gratificante trabajar para el departamento de recursos humanos de Hamurabi o Atila. Nada me calza en la cabeza, de verdad me hastía el mentir. Pero lo hago bien. Estupendamente. Descubrí la manera de dormir una hora al día, asistido por medicamentos. Puse la batería sobre un pallet, y éste sobre una pila de frazadas, y la vecina de abajo no ha vuelto a molestar (bueno, lo de ser músico quedó en el olvido, ahora sólo queda lo de ser un chileno viviendo en la palomera de un sucucho en Santa fé). Es mi séptimo mes de sueño controlado, y acabo de despertar. Me duelen las costillas y los pies los tengo entumecidos, me condenan, me aturulecan, me espantan todos con sus caras de que todo está bien y sólo aprendes a manejar un discurso en el cual no crees como los faquires que caminan por el fuego. ¿No te quema la boca, no te arden los oídos? Federico y su hermano Julio eran los únicos que me entendían, que sagradamente los miércoles, conectaban guitarra y micrófono a una radio y creían que todo iba a ser exactamente lo mismo, exactamente. Yo les seguía, con mi pulso, con la mirada, con los dedos parchados. Tocábamos siempre las mismas canciones, y la mismo tiempo siempre hacíamos algo distinto. ¿No estamos ya viejos para esto? Sigo recibiendo cartas de mi madre, sigo teniendo la misma pieza, con los mismos posters, el mismo olor a humedad vetusta. También perdió un hijo, Fede, y está lejos del otro. ¿Me juras que esto va a resultar, que los pibes van a bailar, que vas a brillar por sobre todas las luces de las avenidas que siguen brillando aunque haya cada vez menos jóvenes en las esquinas, cada vez menos risas en las terrazas? ¿o sólo quieres tenerme unos días más, reventarme a milanesa, a bebida, a gaseosa, a dulces empalagosos, a pena descalabrada? Me levanto de la cama vestido, y subo al techo del edificio. Aún puedo ver las luces intermitentes de Buenos Aires, una ciudad empantanada y ruidosa, tan grande que ya de contemplarla me pierdo. Pienso en la soledad de otras personas que no conozco, en lo estúpida que es la muerte, en lo estúpido que es matar. Pienso en volver a Chile como llegué, sorteando cerros y espinos; pienso en cuando conocí la nieve, de la peor manera. En las sábanas de saco harinero, en el té con leche. Un beso en la frente como una marca indeleble de amor, y las llaves sobre la mesita de centro, junto a la grabadora.

domingo, 24 de enero de 2016

Ñeclas. Le decían Juanito, pero se llamaba Pedro. Juanito por juan, su padre, peluquero de aquellos antiguos, de navaja, de paños hirviendo, de bigotes gruesos y encerados, de zapatos de zuela y tapilla. Nunca le gustó que le dijeran Juanito, pero se terminó eventualmente acostumbrando, cuando iba a comprar las dos marraquetas del día, cuando iba a dejar las vacas al potrero en la mañana, cuando jugaba de portero esas pichangas interminables que siempre terminaban en riña y abrazos de borracho. El único talento notorio de Pedro (notorio para su comunidad, el pueblito de una sola calle llamado Las Vertientes, cuya mayor curiosidad era que nunca había existido una, pues era sólo un cuento que hace cien años los huasos con chalas de llanta contaban a las incrédulas de los pueblos vecinos) era hacer volantines. Sus ñeclas llegaban hasta lo más hondo de los cerros, si el carrete era lo suficientemente generoso. Él mismo secaba el coligüe y teñía el papel de diario. Pedro soñaba con ir tan lejos del pueblo como los volantines que se cortaban cerca del Paso del Finao Júbilo. La carretela con el médico llegaba puntual lunes, miércoles y viernes, para los controles de Don Juan. Juanito había dominado ya el arte de evitar las escaras y reducir al mínimo los accidentes de aseo corporal. Había creado varios armatostes, todos de madera, que cumplían distintas funciones, entre otras, separar piernas, levantar parte inferior de la espalda y transportar a su padre al baño mediante un carro que hacía las funciones de silla de ruedas. Evidentemente, y como su padre ya no podía levantar una tijera, asumió las labores de la peluquería. Abría todas las tardes de cuatro a nueve, prendía la vieja radio Giannini con el dial pegado en la radio Chilena y se sentaba en la silla giratoria a cortar coligüe con una cortapluma. Juanito nunca pensó que volvería después de tanto tiempo. Juanito hasta olvidó que se llamaba Pedro, lo que era bueno, porque en Las Vertientes nadie conocía a Pedro Mondaca. Sólo a Juanito Soto, y Juanito no mata una mosca.
Calostro. Vacaciones. 2001. Altiro records. alrcd001. en el enlace a la izquierda encontrarán el primer disco, grabado (sorpresa) el año 2001. El registro se realizó con un micrófono conectado directamente a un pc pentium 2 (por lo que recuerdo), con el cual se registraron la guitarra y la voz. Muchos de los temas, debido a mi inconsistencia con los instrumentos aquel entonces, tenían loops de guitarra y otros trucos sonoros caseros realizados por el productor del disco, Israel Pimentel. A él agradezco profundamente, y a mis amigos Hugo Barría, Rodrigo Dubó y Rodrigo Inostroza, que este disco se haya materializado. El sonido de la grabación era el que nos podíamos permitir en aquel momento, pensando "más de alguien pasará por alto las imperfecciones técnicas y se quedará con las canciones". Este disco fue uno de los nominados en el concurso de bandas de super 45 creo que ese año. Bueno, el año en que todo se fue al carajo.

sábado, 23 de enero de 2016

Al hacer clic sobre estas letras, estarás accediendo al video, publicado en la página youtube, de John Ritter, tema que aparece en "una Canción(razón) para no salir de casa", publicado autónomamente el año 2005. Grabado en una cámara accesible a nuestros presupuestos de aquel entonces (prestada), juega con dos conceptos muy conectados con lo que nos pasaba en aquel entonces: la resaca y la pasión desmedida por The Residents. Grabado entre La Florida y Puente Alto. Editado en La Florida, lugar que nos dio cobijo y hogar. Acá, algunas fotos de la sesión central del video, nunca antes reveladas (por pudor) hasta la fecha
Hola. Soy Calostro. Si hacen clic en parte del texto accederán a la página de Soundcloud. Les explico: hay grabaciones que en algún momento hice, de las cuales no guardo ni fecha ni horario ni estado de ánimo. De atrás hacia adelante se encontrarán con estas primeras diez cosas, en el siguiente orden. 1: Ciudad, demo 2011. 2: idiotas, demo 2009-2011. 3: Historia. Grabación para probar interfase nueva de tema viejo de la colección "canciones para no salir de casa", 2011. 4: Playa, demo del año 2010-2011. 5. risa. extraída de la grabación "calostro en unaradio.com.ar, del año 2005. 6: estufa, demo 2010-2011. 07: Jumbo, demo 2010-2011. 8. Volcán. Demo 2010, 2011. 9. Torombolo. Grabado el 29 de diciembre del 2012. 10. Sólo eso. Grabado el 14 de julio del 2012. Parte del disco "Chagual", editado por Michita Rex". Abajo: dibujo de mi papá, Mario Varas Arancibia. realizado el año 2014.
Lo vi colgado en grabados japoneses. Lo vi hundido entre cadáveres de huelguistas honestos. Lo vi arrastrando los pies sobre lava seca. Lo vi entre las páginas de un manual para cortejar señoritas. Lo vi durmiendo entre zarzamoras humedecidas.
Consejo n° 36 de la sociedad calostriana por la convivencia sana pero amarga en secreto: Si un amigo comete una falta de ortografía en algún medio digital abierto, no lo corrijas en público: envíale un mensaje en privado para que él lo haga y así no lo dejes como weón.
Siempre guardar una frazada y una almohada extra para las visitas que no te esperas, pero que no quieres ver marchar tan pronto.